Primera
parte
CONDICIONES
TEÓRICAS PARA LA COMPRENSIÓN DE LA ENFERMEDAD Y LA CURACIÓN
I.
ENFERMEDAD Y SÍNTOMAS
El entendimiento humano no puede aprehender la verdadera
enseñanza. Pero cuando dudéis y no entendáis gustosamente dialogaré con
vosotros.
YOKA DAISI SHODOKA
Vivimos en una época en la
que la medicina continuamente ofrece al asombrado profano nuevas soluciones,
fruto de unas posibilidades que rayan en lo milagroso. Pero, al mismo tiempo,
se hacen más audibles las voces de desconfianza hacia esta casi omnipotente
medicina moderna. Es cada día mayor el número de los que confían más en los
métodos, antiguos o modernos, de la medicina naturista o de la medicina
homeopática, que en la archicientífica medicina académica. No faltan los
motivos de crítica —efectos secundarios, mutación de los síntomas, falta de
humanidad, costes exorbitantes y otros muchos— pero más interesante que los
motivos de crítica es la existencia de la crítica en sí, ya que, antes de
concretarse racionalmente, la crítica responde a un sentimiento difuso de que algo
falla y que el camino emprendido, a pesar de que la acción se desarrolla de
forma consecuente, o precisamente a causa de ello, no conduce al objetivo
deseado. Esta inquietud es común a muchas personas, entre ellas no pocos
médicos jóvenes. De todos modos, la unanimidad se rompe cuando de proponer
alternativas se trata. Para unos la solución está en la socialización de la
medicina, para otros, en la sustitución de la quimioterapia por remedios
naturales y vegetales. Mientras unos ven la solución de todos los problemas en
la investigación de las radiaciones telúricas, otros propugnan la homeopatía.
Los acupuntores y los investigadores de los focos abogan por desplazar la
atención del plano morfológico al plano energético de la fisiología. Si
contemplamos en su conjunto todos los esfuerzos y métodos extraacadémicos,
observamos, además de una gran receptividad para toda la diversidad de métodos,
el afán de considerar al ser humano en su totalidad como ente físico–psíquico.
Ya para nadie es un secreto que la medicina académica ha perdido de vista al
ser humano. La superespecialización y el análisis son los conceptos
fundamentales en los que se basa la investigación, pero estos métodos, al
tiempo que proporcionan un conocimiento del detalle más minucioso y preciso,
hacen que el todo se diluya.
Si
prestamos atención al animado debate que se mantiene en el mundo de la
medicina, observamos que, generalmente, se discute de los métodos y de su
funcionamiento y que, hasta ahora, se ha hablado muy poco de la teoría o filosofía
de la medicina. Si bien es cierto que la medicina se sirve en gran medida de
operaciones concretas y prácticas, en cada una de ellas se expresa —deliberada
o inconscientemente— la filosofía determinante. La medicina moderna no falla
por falta de posibilidades de actuación sino por el concepto sobre el que —a
menudo implícita e irreflexivamente— basa su actuación. La medicina falla por
su filosofía o, más exactamente, por su falta de filosofía. Hasta ahora, la
actuación de la medicina responde sólo a criterios de funcionalidad y eficacia;
la falta de un fondo le ha valido el calificativo de «inhumana». Si bien
esta inhumanidad se manifiesta en muchas situaciones concretas y externas, no
es un defecto que pueda remediarse con simples modificaciones funcionales.
Muchos síntomas indican que la medicina está enferma. Y tampoco esta «paciente»
puede curarse a base de tratar los síntomas. Sin embargo, la mayoría de
críticos de la medicina académica y propagandistas de formas de curación
alternativas asumen automáticamente el criterio de la medicina académica y
concentran todas sus energías en la modificación de las formas (métodos).
En este libro, nos
proponemos ocuparnos del problema de la enfermedad y la curación. Pero nosotros
no nos atenemos a los valores consabidos y que todos consideran indispensables.
Desde luego, ello hace nuestro propósito difícil y peligroso, ya que comporta
indagar sin escrúpulos en terreno considerado vedado por la colectividad. Somos
conscientes de que el paso que damos no será el que vaya a dar la medicina en
su desarrollo. Nosotros, con nuestro planteamiento, nos saltamos muchos de los
pasos que ahora aguardan a la medicina, la perfecta comprensión de los cuales
ha de dar la perspectiva necesaria para asumir el concepto que se presenta en
este libro. Por ello, con esta exposición no pretendemos contribuir al
desarrollo de la medicina en general sino que nos dirigimos a esos individuos
cuya visión personal se anticipa un poco al (un tanto premioso) ritmo general.
Los procesos funcionales
nunca tienen significado en sí. El significado de un hecho se nos revela por la
interpretación que le atribuimos. Por ejemplo, la subida de una columna de
mercurio en un tubo de cristal carece de significado hasta que interpretamos
este hecho como manifestación de un cambio de temperatura. Cuando las personas
dejan de interpretar los hechos que ocurren en el mundo y el curso de su propio
destino, su existencia se disipa en la incoherencia y el absurdo. Para
interpretar una cosa hace falta un marco de referencia que se encuentre fuera
del plano en el que se manifiesta lo que se ha de interpretar. Por lo tanto,
los procesos de este mundo material de las formas no pueden ser interpretados
sin recurrir a un marco de referencia metafísico. Hasta que el mundo visible de
las formas «se convierte en alegoría» (Goethe) no adquiere sentido y
significado para el ser humano. Del mismo modo que la letra y el número son
exponentes de una idea subyacente, todo lo visible, todo lo concreto y
funcional es únicamente expresión de una idea y, por lo tanto, intermediario
hacia lo invisible. En síntesis podemos llamar a estos dos campos forma y
contenido. En la forma se manifiesta el contenido que es el que da significado
a la forma. Los signos de escritura que no transmiten ideas ni significado
resultan tontos y vacíos. Y esto no lo cambiará el análisis de los signos, por
minucioso que sea. Otro tanto ocurre en el arte. El valor de una pintura no
reside en la calidad de la tela y los colores; los componentes materiales del
cuadro son portadores y transmisores de una idea, una imagen interior del
artista. El lienzo y el color permiten la visualización de lo invisible y son,
por lo tanto, expresión física de un contenido metafísico.
Con estos sencillos ejemplos
hemos intentado explicar el método que se sigue en este libro para la
interpretación de los temas de enfermedad y curación. Nosotros abandonamos
explícita y deliberadamente el terreno de la «medicina científica».
Nosotros no tenemos pretensiones de «científicos», ya que nuestro punto
de partida es muy distinto. La argumentación o la crítica científica no serán,
pues, objeto de nuestra consideración. Nos apartamos deliberadamente del marco
científico porque éste se limita precisamente al plano funcional y, por ello impide
que se manifieste el significado. Esta exposición no se dirige a racionalistas
y materialistas declarados, sino a aquellas personas que estén dispuestas a
seguir los senderos tortuosos y no siempre lógicos de la mente humana. Serán
buenos compañeros para este viaje por el alma humana un pensamiento ágil,
imaginación, ironía y buen oído para los trasfondos del lenguaje. Nuestro
empeño exige también tolerancia a las paradojas y la ambivalencia, y excluye la
pretensión de alcanzar inmediatamente la unívoca iluminación, mediante la
destrucción de una de las opciones.
Tanto en medicina como en el
lenguaje popular se habla de las más diversas enfermedades. Esta inexactitud
verbal indica claramente la universal incomprensión que sufre el concepto de
enfermedad. La enfermedad es una palabra que sólo debería tener singular; decir
enfermedades, en plural, es tan tonto como decir saludes. Enfermedad y salud
son conceptos singulares, por cuanto que se refieren a un estado del ser humano
y no a órganos o partes del cuerpo, como parece querer indicar el lenguaje
habitual. El cuerpo nunca está enfermo ni sano ya que en él sólo se manifiestan
las informaciones de la mente. El cuerpo no hace nada por sí mismo. Para
comprobarlo, basta ver un cadáver. El cuerpo de una persona viva debe su
funcionamiento precisamente a estas dos instancias inmateriales que solemos
llamar conciencia (alma) y vida (espíritu). La conciencia emite la información
que se manifiesta y se hace visible en el cuerpo. La conciencia es al cuerpo lo
que un programa de radio al receptor. Dado que la conciencia representa una
cualidad inmaterial y propia, naturalmente, no es producto del cuerpo ni
depende de la existencia de éste.
Lo
que ocurre en el cuerpo de un ser viviente es expresión de una información o
concreción de la imagen correspondiente (imagen en griego es eidolon y
se refiere también al concepto de la «idea»). Cuando el pulso y el corazón
siguen un ritmo determinado, la temperatura corporal mantiene un nivel
constante, las glándulas segregan hormonas y en el organismo se forman
anticuerpos. Estas funciones no pueden explicarse por la materia en sí, sino
que dependen de una información concreta, cuyo punto de partida es la
conciencia. Cuando las distintas funciones corporales se conjugan de un modo
determinado se produce un modelo que nos parece armonioso y por ello lo
llamamos salud. Si una de las funciones se perturba, la armonía del conjunto se
rompe y entonces hablamos de enfermedad.
Enfermedad significa, pues,
la pérdida de una armonía o, también, el trastorno de un orden hasta ahora
equilibrado (después veremos que, en realidad, contemplada desde otro punto de
vista, la enfermedad es la instauración de un equilibrio). Ahora bien, la
pérdida de armonía se produce en la conciencia, en el plano de la información,
y en el cuerpo sólo se muestra. Por consiguiente, el cuerpo es vehículo de la
manifestación o realización de todos los procesos y cambios que se producen en
la conciencia. Así, si todo el mundo material no es sino el escenario en el que
se plasma el juego de los arquetipos, con lo que se convierte en alegoría,
también el cuerpo material es el escenario en el que se manifiestan las
imágenes de la conciencia. Por lo tanto, si una persona sufre un desequilibrio
en su conciencia, ello se manifestará en su cuerpo en forma de síntoma. Por lo
tanto, es un error afirmar que el cuerpo está enfermo —enfermo sólo puede
estarlo el ser humano—, por más que el estado de enfermedad se manifieste en el
cuerpo como síntoma. (¡En la representación de una tragedia, lo trágico no es
el escenario sino la obra!)
Síntomas hay muchos, pero
todos son expresión de un único e invariable proceso que llamamos enfermedad y
que se produce siempre en la conciencia de una persona. Sin la conciencia,
pues, el cuerpo no puede vivir ni puede «enfermar». Aquí conviene
entender que nosotros no suscribimos la habitual división de las enfermedades
en somáticas, psicosomáticas, psíquicas y espirituales. Esta clasificación
sirve más para impedir la comprensión de la enfermedad que para facilitarla.
Nuestro planteamiento
coincide en parte con el modelo psicosomático, aunque con la diferencia de que
nosotros aplicamos esta visión a todos los síntomas sin excepción. La
distinción entre «somático» y «psíquico» puede referirse, a lo sumo,
al plano en el que el síntoma se manifiesta, pero no sirve para ubicar la
enfermedad. El antiguo concepto de las enfermedades del espíritu es totalmente
equívoco, dado que el espíritu nunca puede enfermar: se trata exclusivamente de
síntomas que se manifiestan en el plano psíquico, es decir, en la conciencia
del individuo.
Aquí trataremos de trazar un
cuadro unitario de la enfermedad que, a lo sumo, sitúe la diferenciación
«somático» / «psíquico» en el plano de la manifestación del síntoma que
predomine en cada caso.
Con la diferenciación entre
enfermedad (plano de la conciencia) y síntoma (plano corporal) nuestro examen
se desplaza del análisis habitual de los procesos corporales hacia una
contemplación hoy insólita del plano psíquico. Por lo tanto, actuamos como un
crítico que no trata de mejorar una mala obra teatral analizando y cambiando
los decorados, el atrezzo y los actores, sino que contempla la obra en sí.
Cuando en el cuerpo de una
persona se manifiesta un síntoma, éste (más o menos) llama la atención
interrumpiendo, con frecuencia bruscamente, la continuidad de la vida diaria.
Un síntoma es una señal que atrae atención, interés y energía y, por lo tanto,
impide la vida normal. Un síntoma nos reclama atención, lo queramos o no. Esta
interrupción que nos parece llegar de fuera nos produce una molestia y desde
ese momento no tenemos más que un objetivo: eliminar la molestia. El ser humano
no quiere ser molestado, y ello hace que empiece la lucha contra el síntoma. La
lucha exige atención y dedicación: el síntoma siempre consigue que estemos
pendientes de él.
Desde los tiempos de
Hipócrates, la medicina académica ha tratado de convencer a los enfermos de que
un síntoma es un hecho más o menos fortuito cuya causa debe buscarse en los
procesos funcionales en los que tan afanosamente se investiga. La medicina
académica evita cuidadosamente la interpretación del síntoma, con lo que
destierra tanto al síntoma como a la enfermedad al ámbito de lo incongruente.
Con ello, la señal pierde su auténtica función; los síntomas se convierten en
señales incomprensibles.
Vamos a poner un ejemplo: un
automóvil lleva varios indicadores luminosos que sólo se encienden cuando
existe una grave anomalía en el funcionamiento del vehículo. Si, durante un
viaje, se enciende uno de los indicadores, ello nos contraría. Nos sentimos
obligados por la señal a interrumpir el viaje. Por más que nos moleste parar,
comprendemos que sería una estupidez enfadarse con la lucecita; al fin y al
cabo, nos está avisando de una perturbación que nosotros no podríamos descubrir
con tanta rapidez, ya que se encuentra en una zona que nos es «inaccesible».
Por lo tanto, nosotros interpretamos el aviso de la lucecita como recomendación
de que llamemos a un mecánico que arregle lo que haya que arreglar para que la
lucecita se apague y nosotros podamos seguir viaje. Pero nos indignaríamos, y
con razón, si, para conseguir este objetivo, el mecánico se limitara a quitar
la lámpara. Desde luego, el indicador ya no estaría encendido –y eso es lo que
nosotros queríamos–, pero el procedimiento utilizado para conseguirlo sería muy
simplista. Lo procedente es eliminar la causa de que se encienda la señal, no
quitar la bombilla. Pero para ello habrá que apartar la mirada de la señal y
dirigirla a zonas más profundas, a fin de averiguar qué es lo que no funciona.
La señal sólo quería avisarnos y hacer que nos preguntáramos qué ocurría.
Lo
que en el ejemplo era el indicador luminoso, en nuestro tema es el síntoma.
Aquello que en nuestro cuerpo se manifiesta como síntoma es la expresión
visible de un proceso invisible y con su señal pretende interrumpir nuestro
proceder habitual, avisarnos de una anomalía y obligarnos a hacer una
indagación. También en este caso, es una estupidez enfadarse con el síntoma y,
absurdo, tratar de suprimirlo impidiendo su manifestación. Lo que debemos
eliminar no es el síntoma, sino la causa. Por consiguiente, si queremos
descubrir qué es lo que nos señala el síntoma, tenemos que apartar la mirada de
él y buscar más allá.
Pero la medicina académica
es incapaz de dar este paso, y en esto radica su problema: se deja fascinar por
los síntomas. Por ello, equipara síntomas y enfermedad, es decir, no puede
separar la forma del contenido. Por ello, no se regatean los recursos de la
técnica para tratar órganos y partes del cuerpo, mientras se descuida al
individuo que está enfermo. Se trata de impedir que aparezcan los síntomas, sin
considerar la viabilidad ni la racionalidad de este propósito. Asombra ver lo
poco que el realismo consigue frenar la frenética carrera en pos de este
objetivo. A fin de cuentas, desde la llegada de la llamada moderna medicina
científica, el número de enfermos no ha disminuido ni en una fracción del uno
por ciento. Ahora hay tantos enfermos como hubo siempre —aunque los síntomas
sean otros—. Esta cruda verdad es disfrazada con estadísticas que se refieren
sólo a unos grupos de síntomas determinados. Por ejemplo, se pregona el triunfo
sobre las enfermedades infecciosas, sin mencionar qué otros síntomas han
aumentado en importancia y frecuencia durante el mismo período.
El estudio no será fiable
hasta que, en vez de considerar los síntomas, se considere la «enfermedad en
sí», y ésta ni ha disminuido ni parece que vaya a disminuir. La enfermedad
arraiga en el ser tan hondo como la muerte y no se la puede eliminar con unas
cuantas manipulaciones incongruentes y funcionales. Si el hombre comprendiera
la grandeza y dignidad de la enfermedad y la muerte, vería lo ridículo del
empeño de combatirla con sus fuerzas. Naturalmente, de semejante desengaño
puede uno protegerse por el procedimiento de reducir la enfermedad y la muerte
a simples funciones y así poder seguir creyendo en la propia grandeza y poder.
En suma, la enfermedad es un
estado que indica que el individuo, en su conciencia, ha dejado de estar en
orden o armonía. Esta pérdida del equilibrio interno se manifiesta en el cuerpo
en forma de síntoma. El síntoma es, pues, señal y portador de información, ya
que con su aparición interrumpe el ritmo de nuestra vida y nos obliga a estar
pendientes de él. El síntoma nos señala que nosotros, como individuo, como ser
dotado de alma, estamos enfermos, es decir, que hemos perdido el equilibrio de
las fuerzas del alma. El síntoma nos informa de que algo falla. Denota un
defecto, una falta. La conciencia ha reparado en que, para estar sanos, nos
falta algo. Esta carencia se manifiesta en el cuerpo como síntoma. El síntoma
es, pues, el aviso de que algo falta.
Cuando el individuo
comprende la diferencia entre enfermedad y síntoma, su actitud básica y su
relación con la enfermedad se modifican rápidamente. Ya no considera el síntoma
como su gran enemigo cuya destrucción debe ser su mayor objetivo sino que
descubre en él a un aliado que puede ayudarle a encontrar lo que le falta y así
vencer la enfermedad. Porque entonces el síntoma será como el maestro que nos
ayude a atender a nuestro desarrollo y conocimiento, un maestro severo que será
duro con nosotros si nos negamos a aprender la lección más importante. La
enfermedad no tiene más que un fin: ayudarnos a subsanar nuestras «faltas» y
hacernos sanos.
El síntoma puede decirnos
qué es lo que nos falta —pero para entenderlo tenemos que aprender su
lenguaje—. Este libro tiene por objeto ayudar a reaprender el lenguaje de los
síntomas. Decimos reaprender, ya que este lenguaje ha existido siempre, y por
lo tanto, no se trata de inventarlo, sino, sencillamente, de recuperarlo. El
lenguaje es psicosomático, es decir, sabe de la relación entre el cuerpo y la
mente. Si conseguimos redescubrir esta ambivalencia del lenguaje, pronto
podremos oír y entender lo que nos dicen los síntomas. Y nos dicen cosas más
importantes que nuestros semejantes, ya que son compañeros más íntimos, nos
pertenecen por entero y son los únicos que nos conocen de verdad.
Esto, desde luego, supone
una sinceridad difícil de soportar. Nuestro mejor amigo nunca se atrevería a
decirnos la verdad tan crudamente como nos la dicen siempre los síntomas. No
es, pues, de extrañar que nosotros hayamos optado por olvidar el lenguaje de
los síntomas. Y es que resulta más cómodo vivir engañado. Pero no por cerrar
los ojos ni hacer oídos sordos conseguiremos que los síntomas desaparezcan.
Siempre, de un modo o de otro, tenemos que andar a vueltas con ellos. Si nos
atrevemos a prestarles atención y establecer comunicación, serán guías
infalibles en el camino de la verdadera curación. Al decirnos lo que en
realidad nos falta, al exponernos el tema que nosotros debemos asumir
conscientemente, nos permiten conseguir que, por medio de procesos de
aprendizaje y asimilación consciente, los síntomas en sí resulten superfluos.
Aquí está la diferencia
entre combatir la enfermedad y transmutar la enfermedad. La curación se produce
exclusivamente desde una enfermedad transmutada, nunca desde un síntoma
derrotado, ya que la curación significa que el ser humano se hace más sano, más
completo (con el aumentativo de completo, gramaticalmente incorrecto, se
pretende indicar más próximo a la perfección; por cierto, tampoco sano admite
aumentativo). Curación significa redención, aproximación a esa plenitud de la
conciencia que también se llama iluminación. La curación se consigue
incorporando lo que falta y, por lo tanto, no es posible sin una expansión de
la conciencia. Enfermedad y curación son conceptos que pertenecen
exclusivamente a la conciencia, por lo que no pueden aplicarse al cuerpo, pues
un cuerpo no está enfermo ni sano. En él sólo se reflejan, en cada caso,
estados de la conciencia.
Sólo en este contexto puede
criticarse la medicina académica. La medicina académica habla de curación sin
tomar en consideración este plano, el único en el que es posible la curación.
No tenemos intención de criticar la actuación de la medicina en sí, siempre y
cuando ésta no manifieste con ella la pretensión de curar. La medicina se
limita a adoptar medidas puramente funcionales que, como tales, no son ni
buenas ni malas sino intervenciones viables en el plano material. En este plano
la medicina puede ser, incluso, asombrosamente buena; no se pueden condenar
todos sus métodos en bloque; sí acaso, para uno mismo, nunca para otros. Aquí
se plantea, pues, la disyuntiva de sí uno va a porfiar en el intento de cambiar
el mundo por medidas funcionales o si ha comprendido que ello es vano empeño y,
por lo que le atañe personalmente, desiste. El que ha visto la trampa del juego
no tiene por qué seguir jugando (... aunque nada se lo impedirá, desde luego),
pero no tiene derecho a estropear la partida a los demás, porque, a fin de
cuentas, también perseguir una ilusión nos hace avanzar.
Por
lo tanto, se trata menos de lo que se hace que de tener conocimiento de lo que
se hace. El que haya seguido nuestro razonamiento, observará que nuestra
crítica se dirige tanto a la medicina natural como a la académica, pues también
aquélla trata de conseguir la «curación» con medidas funcionales y habla de
impedir la enfermedad y de llevar vida sana. La filosofía es, pues, la misma;
sólo los métodos son un poco menos tóxicos y más naturales. (No hacemos
referencia a la homeopatía que no se alinea ni con la medicina académica ni con
la natural.)
El camino del individuo va de lo insano a lo sano, de la enfermedad a la
salud y a la salvación. La enfermedad no es un obstáculo que se cruza en el
camino, sino que la enfermedad en sí es el camino por el que el individuo va
hacia la curación. Cuanto más conscientemente contemplemos el camino, mejor
podrá cumplir su cometido. Nuestro propósito no es combatir la enfermedad, sino
servirnos de ella; para conseguir esto tenemos que ampliar nuestro horizonte.